Prometo por mi conciencia y honor aferrarme fielmente a mi cargo de ministro y guardar y hacer guardar la integridad del gobierno como norma fundamental del Estado, así como mantener en secreto las deliberaciones del ejecutivo sobre si es conveniente o no mi cese.
¿No les parece que nuestros ministros deberían optar por esta fórmula de juramento o promesa de su cargo? Más que nada porque en este país es más difícil que dimita un miembro del gobierno que la selección pase de cuartos en un Mundial. Y si no se lo creen, ojo al dato: en los últimos 20 años sólo ha dimitido un ministro por razones de responsabilidad política. Fue Manuel Pimentel, quien el 19 de febrero de 2000 le presentó su dimisión por sorpresa a Aznar, oficialmente por el escándalo de las subvenciones otorgadas a la empresa de la esposa de Juan Aycart, el hasta entonces director general de Migración y uno de sus más estrechos colaboradores; si bien, muchos vieron en aquel cese una clara desavenencia con las políticas sociales de primer gobierno del PP.
Pero si lo que buscamos son dimisiones por razones de conciencia, sólo tenemos dos casos en ese mismo periodo de tiempo: la del entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en 1990 y, más recientemente, en 2005, la de José Bono, entonces ministro de Defensa, que renunció a su cargo "por razones familiares", aunque con un claro trasfondo de discrepancias políticas con Zapatero en temas como el Estatut de Catalunya.
Una buena dosis de candidez nos podría llevar a pensar que nuestros gobernantes no dimiten porque son muy eficaces y en rara ocasión yerran gravemente en sus decisiones o declaraciones. Claro que, con solo recordar algunos casos, pronto nos convenceremos de lo contrario. Si no, qué me dicen de la famosa receta de caldo de Celia Villalobos en plena crisis de las vacas locas, o de la fantástica gestión que hizo Trillo contratando 'aviones basura' para transportar a nuestros soldados, o de los "hilillos" del Prestige en boca de Rajoy, o del papelón de Acebes en cuyas narices se gestó la trajedia del 11 M, o de la perspicacia de la ministra Trujillo cuando abogó por pisos de 30 metros cuadrados para solucionar la escasez de viviendas.
La última en unirse al club de las potenciales dimisionarias es Magdalena Álvarez, a quien sus compañeros de gobierno en Andalucía la llamaban "cariñosamente" ―y a la vista de los acontecimientos con toda la razón― "Mandatela" Álvarez. Pero si a la demostrada tozudez ministerial le añadimos la cercanía electoral, lo difícil se torna imposible. "Antes partía que doblá", dice la que otros, también "cariñosamente", llaman Maleni. O sea, antes de que yo me vaya me tendrán que echar. Con la que está cayendo en Barcelona, adonde, por cierto, no se atreve a ir, la de Fomento se viene arriba porque sabe que la decisión está tomada en Ferraz: ni una dimisión a cuatro meses vista de las generales.
Lo siento, pero eso de "me quedo para arreglarlo" vale para cualquier faceta de la vida menos para una, la política, que exige de tres cualidades básicas: la honestidad, la coherencia y la consecuencia. Los mismos que pedían la cabeza de Cascos por los socavones del AVE a Lleida, ahora meten la suya bajo tierra hasta que pase el chaparrón y el AVE, en plena precampaña, sea inaugurado a toda costa, mejor dicho, a costa de los catalanes en general y los barceloneses en particular. Haga bien las cuentas señor Zapatero, porque, como dice el refrán, tanto se pierde por carta de más como por carta de menos. Y si no, atentos al escrutinio de marzo en Cataluña. Mas ya se frota las manos.